sábado, 15 de marzo de 2014

Evangelio del domingo: No tengáis miedo

El evangelio de hoy nos habla de varias cosas importantes. Cosas que podrían comentarse sin relación entre ellas, pero que yo creo que se suceden porque tienen todas la misma raíz.
El episodio de la transfiguración debió ser escalofriante para los discípulos que participaron en él. Su amigo les invita a pasear hasta la cima del monte, y se les muestra envuelto en luz, en compañía de los profetas y respaldado por una voz que le reconoce como hijo bienamado de Dios. Como para salir corriendo.
¿Qué les pasa a los discípulos cuando ven el verdadero rostro de Dios? ¿Qué supone asomarse a la luz resplandeciente de Su presencia? Con sentido práctico se puede pensar que no habrá mejor manera de volverse creyente de una vez por todas. Ver a Jesús en toda su gloria sería la prueba definitiva, Borraría todas las dudas, disolvería cualquier resquemor. Pero a ellos les entra el espanto y caen al suelo. No saben qué hacer, a dónde mirar. Una vez más, Jesús pilla desprevenidos a sus mejores
amigos, y contempla en ellos una reacción de muy poca fe. Pedro se ofrece a acomodarlos; perfecto anfitrión, quiere en seguida amoldar la experiencia a un asunto como de andar por casa: una choza para cada uno, meriendita y a pasar el rato como amigos, tan contentos. Esta suele ser una reacción normal en nosotros cuando algo nos toca el alma de cerca y atisbamos un poquito el rostro de Dios. Tomamos el mando, organizamos las cosas a nuestra manera y reducimos la experiencia a lo cotidiano y normal. Porque nos da miedo experimentar las verdaderas consecuencias de haber visto a Dios. De ahí no se vuelve con el corazón intacto y la vida como siempre, no. La experiencia de fe nos cambia y es arduo resistirse… y más arduo aún dejarse llevar.
Nos entra el miedo. Sabemos que después de la luz en lo alto de la montaña hay que volver al valle. Y nos cuesta hablar abajo de lo vivido arriba. Porque no queremos que nos tomen por chalados, ni por conversos, ni nada. Queremos ser creyentes por dentro, sin que se nos note por fuera. Pasar desapercibidos, no llamar la atención, meternos debajo de una choza con nuestra lámpara… no sea que alumbremos la realidad y nos veamos impelidos a actuar para cambiarla.
Con el fallecimiento de Nelson Mandela se han difundido mucho sus cartas y mensajes. Hay uno especialmente bello que habla del miedo que le tenemos a la grandeza y a la luz. No a la grandeza externa y social (que nos encanta), sino a la propia e íntima grandeza, a la que viene de ser fieles a nosotros mismos y comprometernos en desarrollar todas nuestras potencias y dones. La fe es un don. Y si no nos resistiéramos con tanta fuerza a dejarla crecer y actuar en nosotros, seguramente moveríamos montañas. Pero se nos cruza esa maldita afición que tenemos a lo mediocre, a la no exigencia, al dejar pasar la vida sin pena ni gloria.
Otra tentación de ver a Jesús en lo alto de la montaña, es la de guardar el momento en el álbum de fotos, y hablar interminablemente de lo que significó. Porque no sabemos manejarnos con el miedo que nos da confiar en que Dios hará con nuestras vidas lo mejor si accedemos a ponerla en sus manos. Si le escuchamos sólo a Él, siguiendo el mandato recibido. Si nos creemos los “no temáis” que no deja de mandarnos una y otra vez.
Estamos en Cuaresma. Un tiempo dedicado a la reflexión, a la limpieza interior, a ponernos a punto para dejarnos llenar de gozo en la Pascua. Miedos y cobardías son trastos viejos que nos lastran, nos atan al pasado y nos incapacitan para disfrutar del regalo de la fe y de la experiencia de dejarnos llevar por ella al servicio de los que nos necesitan

Extraído de DABAR Año XL – Número 20 – Ciclo A – 16 de Marzo de 2014
A. GONZALO